Su cuñado, décadas atrás,
le había entregado esa moneda acuñada en Qart
Hadasht.
La pieza se había conservado en perfecto estado todos esos años,
siendo testigo de batallas, conquistas y triunfos. Uno de esos fieles
compañeros que nunca abandona y que se mantiene inmutable lustro
tras lustro.
Co
n
la moneda danzando alrededor de sus dedos callosos, Aníbal
rememoró su belicosa infancia, transcurrida bajo la educación de su
padre. Éste había fallecido hacía tantos años que había olvidado
por completo las facciones de su rostro. Sólo aquella moneda, que
llevaba esculpido el retrato de sus antepasados, le inspirada el
semblante de su progenitor, aquel gran general cartaginés, Amílcar
Barca.

Las memorias afloraron en
forma de lágrimas por su rostro. Había vivido momentos tan intensos
en pesadumbre y en gloria que la nostalgia le partía el corazón.
¡Ojalá pudiese alzarse de nuevo a lomos de su elefante de guerra y
recorrer el camino que le llevó a someter a la mismísima Roma!
Pero aquel tiempo quedaba distante en sus
reminiscencias. Más aún remoto se le sucedía a la historia.
La moneda cayó de su mano y
chocó contra el suelo de mármol del aposento. Su agilidad había
disminuido con el paso del tiempo. A sus sesenta y cuatro años, ya
no podía emular la maestría de su juventud. Además, su único ojo
sano comenzaba a confundir formas y colores. Era más torpe y menos
intrépido, pero aún quedaba inmune la lucidez de su mente. Si
hubiese tenido que dirigir una batalla en igual de condiciones contra
su gran enemigo Escipión,
estaba seguro de que vencería.
Pero no era el caso.
Aníbal, turbado, se alzó del taburete en el
que estaba sentado y se dirigió a una de las ventanas de aquel
palacio. En el exterior, la noche caía y el cielo se ocasionaba un
recuerdo del sanguinolento color de un campo de batalla. Las
imprecisas estrellas parecían cuerpos moribundos exhalando su último
aliento, y el viento hostigador el grito de guerra de aquellos
soldados que mataban por sobrevivir.
Eso era la guerra, eso era la lucha. Sangre y
acero. Dolor y victoria.
En las llanuras de Zama, muy
cerca de Cartago,
su ciudad natal, Aníbal había protagonizado su última gran
contienda. Después de haber transcurrido una década en la península
itálica acosando a los romanos, tuvo que regresar a su país de
origen en defensa del epicentro cartaginés. Los romanos, comandados
por el cónsul Publio Cornelio Escipión, habían atravesado Hispania
hasta llegar a África, personándose en los límites de Cartago.
Aquella batalla fue decisiva, bien para consolidar la República
Romana o la República Púnica.
Y Aníbal fue derrotado. A pesar de haber
conquistado Hispania, a pesar de haber atravesado los Alpes con sus
miles de infantes, a pesar de haber amenazado las mismas puertas de
Roma, había sido derrotado frente a su ciudad natalicia en la
contienda final. Tras casi dos décadas de confrontación, Escipión,
el comandante romano, se había alzado con la gloria y el triunfo. A
Aníbal no le quedaría otra alternativa que firmar la declaración
de paz impuesta por Roma.
Después de eso, el general cartaginés se
había dedicado a la vida política, defendiendo sus ideales en favor
de su patria. Pero, tan intrincados eran los pérfidos sentimientos
del ser humano, que sus contrincantes, los oligarcas cartagineses,
pronto comenzaron a conspirar contra él. Hasta tal punto, que el
gran héroe militar estuvo a punto de ser entregado a Roma por sus
propios deudos. Y así habría sido si Aníbal no se hubiera exiliado
voluntariamente.
Ahora, en aquel mortecino
presente, se encontraba lejos de Cartago, en Anatolia,
en la corte de Prusias.
Había llegado hasta allí escapando de la amenaza romana que se
cernía sobre Éfeso,
donde se había hospedado gracias a la protección ofrecida por el
rey Antíoco.
Aníbal se volvió, lejos de la ventana de su
aposento. El cielo inmenso le infundía desazón y nostalgia,
sintiéndose como un pájaro encerrado en una jaula de cristal. El
deseo de la libertad celeste le atosigaba en el punto más hondo de
su corazón.
Paseó sin rumbo fijo por la amplia habitación,
reparando de tanto en tanto en los muros de piedra o en el pavimento
embaldosado. Decoraciones de cerámica adornaban una u otra esquina;
lienzos bordados con las gloriosas batallas de Ilión vestían esta y
aquella pared y diversos utensilios de madera y bronce acompañaban
la soledad de su dormitorio.
Fue así como reparó en su equipo militar.
Desde la lanza hasta el escudo ovalado. Había amontonado diferentes
objetos bélicos a lo largo de su carrera militar. Desde las armas
númidas, hasta las falcatas celtiberas, pasando por las enormes
espadas galas y, por supuesto, su equipo cartaginés. Incluso,
reposaba en aquel arsenal una espada romana.
Nunca la había usado en combate, porque se
trataba de un regalo. ¿De quién? Del único romano por el que
Aníbal había sentido aprecio y estima. El mismo que le había
condenado a ser un vencido de la historia.
De nuevo, volvió a recordar su exilio en
Éfeso, donde había pasado tantos años. En esa acogedora ciudad,
Aníbal se había reencontrado con su antiguo enemigo: Escipión, el
cónsul romano. Nunca hubiera pensado que se volvería a entrevistar
con él después de la dolorosa derrota en las llanuras de Zama.
Ocurrió que, mucho tiempo después del fin de la Segunda Guerra
Púnica, el senado romano envió al palacio de Antíoco a un
embajador. Nada menos que a Publio Cornelio Escipión.
Cuando Aníbal recibió la noticia de que se
reencontraría con su antiguo enemigo, y esta vez lejos de su tierra
natal, le invadió un sentimiento de suspicacia y recelo. Pensó que
la llegada del cónsul romano sólo podía significar su
encarcelamiento. Pero nada más lejos de la realidad.
Ambos coincidieron en los cuarteles de
entrenamiento de la fuerza militar seléucida. Resultó ser una cita
cercana, larga y distendida, como dos amigos que se reencuentran
después de años de ausencia. Era un tanto extraño que sendos
enemigos militares pudiesen relacionarse con tanto respeto,
curiosidad y simpatía.
—Dime, Aníbal —le había
cuestionado Escipión, con su toga senatorial y su porte
aristocrático, en un momento de la conversación—, hemos combatido
en decenas de batallas, comandado a diferentes legiones y cavilado
mil y una estrategias para ganar los combates. Ambos somos eruditos
de la guerra. Por ello, quería preguntarte: ¿quiénes son para ti
los tres mejores generales de la historia?
Aníbal le había mirado suspicaz, con su
frondosa barba escondiendo cualquier reflejo de sus pensamientos y su
ojo sano parpadeando intermitentemente con cada idea.
—Inmensa
cuestión, Publio. Pero de respuesta no tan difícil. Una vez
conocidas las hazañas de cada héroe militar, es fácil
posicionarles en el podio. El primer lugar, como espero que estés de
acuerdo, es para Alejandro, el rey macedonio. Murió a sus treinta y
dos años con medio mundo conquistado. Esta ciudad, por ejemplo, fue
liberada de los persas por el propio Alejandro. Un gran general,
estratega y conquistador, que tenía las fuerzas militares necesarias
y la audacia suficiente para enfrentarse al resto del mundo.
—De
acuerdo, Aníbal. Alejandro, el hijo de Filipo II, es digno de ese
puesto. ¿Y el segundo?
—Pirro I, nacido poco
después de Alejandro. Se opuso durante años a la expansión de la
República Romana; se enfrentó a nosotros, los cartagineses, en
Siracusa, e incluso, invadió la otrora poderosa Macedonia. Fue un
gobernante con sed de conquistas, y a pesar del alto coste que tuvo
que pagar, consolidó su influencia aquí y allá.
—Veo
Aníbal, que lo tienes claro. ¿Y el tercero? —había preguntado
Escipión, no sin un nerviosismo patente.
—El
tercero, querido adversario, soy yo: Aníbal Barca. Reconquisté
Hispania y me afiancé en ella. Avancé hacia la Galia donde me
enfrenté a las tribus autóctonas y recluté a otros tantos
guerreros. Atravesé los Alpes, vuestra preciosa muralla natural, con
decenas de miles de hombres y medio centenar de elefantes. En la
península itálica, quedé tuerto, y aún así, me enfrenté a
vuestras cohortes durante diez años, arrasé vuestras poblaciones y
amenacé la estabilidad de vuestra querida Roma. Todo ello, sin
recibir suministros ni tropas de Cartago. Por todo eso, me nombro en
tercer lugar.
Publio Cornelio Escipión, tan sorprendido como
denostado, le había espetado su más firme argumento en contra de
aquel alegato de heroicidad:
—Pero
al final, Aníbal, tuviste que regresar a Cartago en defensa de tu
ciudad, y allí te derroté en singular batalla. ¿Qué habría
pasado si tú hubieras vencido? ¿Qué habría ocurrido si tú
hubieras ganado en Zama?
—Que
entonces, me habría nombrado en primer lugar —había respondido
Aníbal, tan certero como seguro de sí mismo.
El tema había quedado zanjado con esta última
frase. Aníbal no era precisamente vanidoso, y Escipión lo sabía.
Si se había encumbrado por encima de tantos otros generales, era
porque gozaba de una buena razón. De ahí que el cónsul romano no
osara a rebatir sus argumentos.
Varios días después, Escipión abandonaría
Éfeso, no sin antes entregar a Aníbal una espada romana como
símbolo de gratitud y, sobre todo, de aprecio. La misma espada que
Aníbal estaba observando en aquel entonces.
Un instante atravesó su mente, y se descubrió
asimismo tendido en el frío pavimento del dormitorio, con la espada
romana clavada fúnebremente sobre su pecho. ¿A cuántos
indisciplinados romanos les habría deleitado aquella imagen? El gran
general cartaginés muerto por el arma de su mayor enemigo. Pero no,
Aníbal no pensaba darles ese gusto.
Aún así, sabía a ciencia
cierta que su fin se acercaba. La intolerante Roma había intimidado
a su anfitrión, el rey Prusias. A pesar de que éste le había
tratado bien, tener como huésped al mayor enemigo de la República
Romana le había granjeado enemigos y amenazas. Si quería mantener
su corte y su pequeño reinado de Bitinia bajo su poder, debía
desembarazarse del general cartaginés. Consecuentemente, Prusias
había cedido. Pronto llegaría una embajada romana al palacio donde
se hospedaba Aníbal con el objetivo de apresarle y celebrar su
juicio. El rey Prusias poco podía hacer. Aníbal no le guardaba
rencor, en absoluto. Sabía, incluso, que si se lo hubiera pedido, le
habría permitido fugarse, lejos, más allá de la Plafagonia.
P
ero
lo cierto era que no quería escapar. No, más no. Estaba viejo y
cansado. Había transcurrido los últimos doce años de su vida
escabulléndose de sus enemigos, fuesen los oligarcas cartagineses o
los belicosos romanos. Los pocos que le habían cobijado, habían
sido derrotados o acobardados por Roma. Nada le quedaba en este
mundo. Nada salvo unos recuerdos tan vastos, como dolorosos.

Estaba condenado. Si le apresaban, lo
ejecutarían en la mismísima Roma, ante todos sus ciudadanos, en un
gesto descarado de sin perdón, crueldad y arrebato. Había perdido
una guerra, y la vida le querían arrebatar.
Pero no. No lo permitiría.
Sonrió, forzadamente, pero sonrió. Sería su
última sonrisa. El último gesto de alegría de aquel rostro curtido
por las batallas, los gritos y la sangre; de aquel rostro curtido por
la responsabilidad de gobernar a su pueblo y echárselo a la espalda;
de aquel rostro curtido por las cicatrices de la historia.
Entrelazó sus manos y sacó de uno de sus
dedos un antiguo anillo. Separó la perla engastada del propio aro y
contempló el agujero que había quedado. Durante mucho tiempo, había
portado esa sortija. En su interior, yacía un potente veneno. Un
sorbo era suficiente para matar a un hombre adulto. Él ya estaba
viejo. No necesitaba mucho más.
Se volvió hacia las armas que reposaban en la
pared y se recostó entre ellas. Quería morir como un soldado, en el
campo de batalla, entre las espadas y las armaduras.
Miró el anillo y el líquido
que contenía. Era negro como la oscuridad. Se lo acercó a los
labios, lentamente, y lo injirió. El líquido negro comenzó a
descender, gélido, por su garganta. Aníbal tosió por el sabor
insípido del veneno. Pero aquel no era sino el primer síntoma de su
muerte, de su suicidio.
Sus ojos se cerraron y los últimos destellos
del general púnico llegaron a su fin. Mientras sus labios
proclamaron sus postreras palabras:
—Libremos a los romanos de sus inquietudes,
ya que no saben esperar la muerte de un anciano.
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